martes, 20 de diciembre de 2022

LA PAJARERA (Una historia real)

 PILAR DEL CAMPO PUERTA

Con esta historia también quiero desear a todos FELICES FIESTAS. Espero que os guste. Dice así…

Hoy hemos estado en La Pajarera. El maravilloso mundo que encierra merece la pena ser visitado al menos una vez, y hoy he tenido la gran suerte de conocerlo.

Llevaba a mi hijo Héctor de la mano y al entrar allí el niño se me aferró con más fuerza mientras sus grandes ojos se afanaban por no perder ni un detalle de lo que allí se veía. 

Una señorita con agradable sonrisa y melodiosa voz me lo arrebató mientras: “Mamá no te vayas” - decía Héctor al tiempo que sus ojos brillaban tras una pequeñísima cortina de lágrimas.

Por unos momentos quedé de pie, inmóvil, mientras mi pequeño se alejaba, superado el primer titubeo, tranquilizado por la amable señorita que se deshacía en carantoñas con el niño.

Quedé en una amplísima habitación acondicionada de mil formas diferentes: para gimnasio, para sala de reuniones; también como lugar para la celebración de fiestas a juzgar por las guirnaldas, los farolillos y banderines que pendientes de unas cuerdecillas decoraban el techo de la estancia; a la vez también era sala de espera, con una hilera de sillas verdes unidas entre sí, donde otros padres y madres esperaban a sus pequeños pacientemente. Unos leían libros o periódicos, otros miraban las musarañas, y todos resignados porque los tiempos de espera no se podían calcular con precisión, pues todo dependía de lo que ocurriera tras las puertas que habían cruzado nuestros hijos; pero eso sí, todos estábamos pendiente del reloj. En definitiva, que debíamos pasar las dos, tres, o cuatro horas como se pudiera. Yo me asomé una de las veces a mirar por los cristales de una ventana cerrada y me topé con un patio algo sombrío donde se amontonaban grandes bombonas de oxígeno y cubos de basura.

Las paredes de la estancia estaban apropiadamente decoradas. Había un gran mural donde se exhibía, a modo de mosaico, un alegre trenecito cargado de carbón que,  perezoso, subía una cuesta mientras desprendía un humo grisáceo. Carteles con frases bonitas y alentadoras. Cuartillas con dibujos de todo tipo firmados por Marta de 6 años, Belén de 8 años, Rubén de 7 años, Ignacio de 10 años… También había poesías, cuentos, máximas, juegos. Así la larga espera también la entretuve admirando todo lo que el mosaico ofrecía,  pero con una pregunta: ¿Qué les sucede a cada uno de estos críos?

Mi hijo continuaba en manos de la encantadora señorita.

De repente, como las alegres florecillas que brotan espontáneas por los campos en primavera, y el trinar de los pájaros amenizan nuestros paseos por los verdes prados, así, con voz cantarina y risueña, un desfile de infantes ataviados con pijamas azules, cruzaron la amplia sala, entre risas y bromas. Todos iban a recibir sus lecciones diarias a La Pajarera, a conocer el mundo por medio de los libros, a soñar con el futuro. ¿Cuál era el suyo? - me pregunté.

Opinaban sobre la decoración del aula, entonaban canciones, escribían poesías, firmaban dibujos y exponían orgullosos sus trabajos. Al mismo tiempo, con su inocencia, entre el ir y venir, exhibían también sus dolencias.

Rubén pertenecía al área de quemados. Ignoro la causa, pero la consecuencia era visible: cara y torso con una gran cicatriz y aspecto francamente desgarrador. Pero su corazón feliz y sus ágiles manos habían dibujado frondosos árboles a la ribera del cristalino río, con un esplendoroso cielo limpio de nubarrones. Había pintado un nuevo amanecer.

Fueron en busca de Marta al aula. Salía enfurecida pues el pegamento dado a la flor que expondría en el mural de corcho se secaría y tendría que empezar de nuevo. Su preocupación por el pegamento y la flor la hacían olvidar el siguiente fastidio del que dependía su vida: la diálisis.

Las cabecitas rapadas, los esparadrapos en la nuca, las escayolas en las extremidades, las cicatrices en la tripa o  en el tórax, los ojos parcheados… Todos ellos signos evidentes de sus tragedias pero que no lograban apagar sus corazones alegres y un sinfín de ocurrencias divertidas en los bolsillos.

 Un hombre que estaba sentado frente a mí, y que había llegado casi al mismo tiempo, pero que no había cruzado ninguna palabra, cada uno inmerso en nuestras preocupaciones, al oír el sonido de la puerta por donde se habían llevado a su hija, dio un respingo y se levantó rápido. “Qué bien que hayas acabado, cariño”, dijo y se inclinó para dar un beso a la niña.  Desde su silla de ruedas, una mujercita de 13 años, llamada Leticia, con unos hermosos ojos azules y melena castaña recogida con un lazo rojo, a la vez que sus piernas y brazos estaban medio paralizados y la obligaban a permanecer atada para siempre la a silla de ruedas;  no podía pronunciar palabra,  pero su mirada transmitía gran alegría por ver a su padre, un ser comprensivo que contestaba con abrazos.

Mi hijo Héctor continuaba con la encantadora señorita que me lo arrebató.

Conocí a Carlitos. Un simpático muchachito travieso y hablador, de minúsculas manos y pies pequeños. Su cara redondita semejaba un girasol apenas sin granar, y sus mechones amarillos los pétalos de esa flor.  Saltaba sin piedad por las sillas pese a que era regañado por monitores y maestros,  salía del aula para interrogar a los adultos que estábamos en la sala de espera,  y en su cotilleo vino a sentarse junto a mí.  Tuvimos una amena y divertida conversación pues las ocurrencias del diminuto personaje (le calculé unos 3 años escasos)  y por su lengüecilla de trapo no era para menos,  es más, en mi ignorancia, cariñosamente le llamé chiquitín. Mi torpeza fue corregida de inmediato cuando me aclararon que Carlitos contaba con 11 años de vida,  aunque su cuerpo y su mente se habían detenido, efectivamente, en los 3, y no serían muchos más los que le quedaban por vivir.

Tras unos momentos de reflexión, recordé la tozudez de mi hijo (él sí que tenía 3 años) y cómo hacía que perdiera la paciencia: “ahora no como, ahora no duermo, ahora no obedezco…” Todos mis intentos por comprender lo que el dichoso niño quería era muy difícil. Ya podía demostrar paciencia o hablarle con tranquilidad, que él siempre tenía que quedar por encima y hacer su santa voluntad. Un caprichoso y sobre todo mal comedor y de peor dormir. Estábamos ambos agotados.  Pero al ver a aquellas criaturas empecé a pensar en las otras dolencias que había tenido mi hijo: fiebres altas, neumonía, vómitos, rotura de dientes por una caída, operación de fimosis… Y en estos devaneos estaba cuando Héctor apareció con la señorita que muy amablemente se lo llevó para hacer un reconocimiento de su cuerpecillo y su carácter.

-       Señora,  tiene usted un hijo excesivamente normal -me dijo.

 Tomé al niño entre mis brazos y bendiciendo las palabras alentadoras lo besé. Él también me abrazó. En aquella separación, que me había parecido eterna, y con nuestros abrazos, reconocí el sentimiento de tantas madres que tienen que separarse de sus hijos a causa de terribles enfermedades y en contra de su voluntad. Por un momento me puse en todas esas pieles anónimas que sufren en silencio.

Hoy he tenido la maravillosa suerte de visitar La Pajarera,  la escuela de un gran centro hospitalario donde numerosos niños abren sus manos al futuro y abrazan la vida con una sonrisa, la que a muchos les falta teniendo de todo sin saber apreciarlo; sobre todo la salud.



Lo que cuento aquí ocurrió hace muchos años. Es fruto de una experiencia personal compartida con uno de mis hijos y quise escribirla para el recuerdo. Ahora es el momento de compartirla con todos vosotros.

Si quieres conocer lo que es La Pajarera en realidad, puedes pinchar aquí y enterarte cómo funciona el espacio lúdico para pacientes pediátricos, en este caso perteneciente al Hospital Universitario La Paz, pero hay un centro similar en todos los hospitales, con la intención de mejorar la calidad de vida de los más pequeños.


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