lunes, 23 de enero de 2023

EL LÁPIZ FELIZ (Cuento)

 PILAR DEL CAMPO PUERTA

Érase una vez un carpintero llamado Juan que hizo un lápiz.

Era un lápiz muy bonito, con una camisa de colorines y una punta muy larga.

Tan bonito era el lápiz que al carpintero le daba mucha pena usarlo y por eso nunca lo estrenó. Siempre lo tenía en su bote con otros lápices. Tan bonito era que sobresalía entre los demás,  porque mientras los otros lápices se consumían por el uso, él seguía siendo igual de largo y con la misma punta.

El carpintero se fue haciendo  mayor, casi un anciano, y le dijo a su hijo:

 - Luis, hijo mío, te regalo este lápiz que un día hice. Mira lo grande y bonito que es. Si quieres que esté siempre igual, procura no usarlo. Sólo así lo tendrás siempre contigo y algún día se lo podrás regalar a tu hijo, como hago yo ahora.

Luis tomó el lápiz muy ilusionado y después de ver lo grande y bonito que era, lo depositó en su bote junto con otros lápices más gastados.

En casa de Luis el lápiz siguió por muchos años metido en el bote junto a otros lápices que iban y venían por el uso y el desgaste. El gran lápiz de colores que hizo el carpintero Juan contrastaba mucho con los otros, pero, a pesar de ser muy bonito y tener muchos colores, era un lápiz triste porque no tenía ninguna ocupación.

No le usaban para escribir, ni para dibujar como hacían con los otros lápices. Y aunque su punta estaba siempre igual de intacta, sentía envidia cuando los demás lápices del bote hablaban de las cosquillas que les hacía el sacapuntas. O la agradable sensación que produce la mano de un niño cuando lo toma para dibujar. También cuando sirve de ayuda para que los niños aprendan a escribir las primeras letras, hagan las primeas cuentas, o unos dibujos para regalar a papá, mamá, los abuelos o los amigos.

El lápiz se empezó a poner cada día más triste. Ya le daba igual ser el más bonito del bote, el más grande, el más largo, el que tenía la punta intacta. Era un lápiz sin utilidad ninguna y eso a él no le gustaba nada.

Pasó el tiempo y Juan entregó el lápiz a su hijo como antes había hecho su padre con él.

-  Sergio, hijo mío, te doy este lápiz que un día hizo el abuelo Juan. Consérvalo para que otro día se lo puedas dar a tu hijo.

- Vale -dijo Sergio.

- Mira, es muy bonito. Es el que sobresale de entre todos los demás que hay en el bote. No le usado nunca y por eso nunca he tenido necesidad de sacarle punta.

Pero Sergio que era un chico muy espabilado respondió:

- ¿Y para qué quiero un lápiz que no puedo usar?

La verdad es que a Sergio no le importó demasiado, pues para casi todo usaba el ordenador. Y en caso de tener que escribir a mano, tenía un “instrumento” que servía para todo. Por un extremo era bolígrafo y por el otro rotulador. En el capuchón del “boli”  había incorporada una goma de borrar tinta,  y en el capuchón del “rotu”, otro más grueso de color amarillo fuerte para subrayar. Cuatro funciones a la vez.

Sergio, como le había dicho su padre, tomó el lápiz y lo metió en su bote. Pero daba la casualidad de que en el bote que tenía Sergio en su escritorio no había lápices, sino unas tijeras, un marcapáginas, unos caramelos de regaliz, varios clips, un puñado de grapas y las llaves del candado de la bici.

Por un tiempo el lápiz estuvo de lo más aburrido, porque en el lenguaje de los objetos del bote de Sergio sólo se oía la protesta de las tijeras las que, según ellas, Sergio utilizaba sin ningún cuidado; además las ponía de tal manera que se sentían dañadas cada vez que el candado de la bici les caía encima.

Las grapas no iban a ser menos. Se quejaban de que nadie se acordaba que llevaban ahí durante décadas y que ya no servían porque las nuevas grapadoras ya no usaban ese tamaño de grapas. Ente los clips la pelea era constante, hasta el punto de que a veces se quedaban enganchados unos a otros formando una cadena.

Con todo eso el lápiz que un día hizo el abuelo Juan no era feliz en el bote de Sergio, y se le notaba mucho porque empezó a perder el brillo de los colores de su camisa. Pero pasó el tiempo y ocurrió algo inesperado.

Un día llegó Sergio del colegio y cuando fue a encender el ordenador para hacer unos deberes. ¡ZAS! Se fue la luz.

 -  Menos mal que todavía es pronto y entra luz natural por la ventana –se dijo mientras buscaba su “instrumento” maravilloso que servía para todo.

Buscó y buscó por la cartera, por los bolsillos del pantalón, del abrigo, en la mochila de gimnasia, en los cajones del escritorio. Y nada. No apareció. No le quedó  más remedio que reconocer que se le había olvidado en la cajonera del pupitre del cole. O, en el peor de los casos, lo había perdido.

 -  Bueno –se dijo de nuevo Sergio. Miró el lápiz que le dio su padre y pensó: “Pues no me queda más remedio que usarte”.

Así, sacó el lápiz del bote. Lo miró bien. Admiró lo bien hecho que estaba. Abrió el cuaderno y se puso a escribir con él.

Sin saber por qué, ese día Sergio acabó antes de hacer los deberes. Además, la buena mina del lápiz le ayudó a hacerlos de un tirón sin necesidad de sacar punta ni una sola vez.

Al día siguiente, pese a que el ordenador y la luz funcionaban perfectamente, cuando Sergio iba a dar a los interruptores, lo pensó mejor y corrió la cortina de la ventana, subió hasta arriba la persiana, sacó los libros y los cuadernos de la mochila, también el “instrumento” que servía para todo, y por supuesto, el lápiz.

Lo mismo que el día anterior, terminó muy rápido de hacer los deberes. Y como le sobró mucho tiempo decidió hacer unos dibujos; para ello qué mejor que usar el lápiz.

Sergio se pasó el resto de la tarde dibujando. Así todas las tardes que terminaba antes de hacer los deberes. El lápiz se convirtió en un elemento indispensable para Sergio.

Casas, caras, coches, árboles, animales, flores, cuadros abstractos; dibujados a lápiz, incluso con sombras en tonos grises hechas con el mismo lápiz. Tanto usaba Sergio el lápiz que en varias ocasiones necesitó sacarle punta. Sergio estaba muy feliz con su lápiz.

Por su parte, el lápiz se convirtió también en un lápiz feliz porque había dejado de ser un objeto que no se usaba para nada, a dar vida a los dibujos. A poner sonrisas en las caras, a poner chimeneas en las casas, manchas negras en la piel de los perros dálmatas, pájaros en las copas de árboles, gotas de lluvia en las nubes para regar los campos, barquitos en el mar. Y todo lo que a Sergio se le ocurriera dibujar.

Por supuesto que el lápiz se fue desgastando, pero era un lápiz feliz. Y así fue por mucho tiempo, pues era un lápiz tan grande y especial que a Sergio, aun usándolo casi a diario, le duró lo suficiente para que…

Sergio entonces tuvo una idea. Sobre una cartulina blanca, con el propio lápiz, hizo un retrato del lápiz que hizo su abuelo Juan y que le dio su padre, Luis. Ayudado en esta ocasión con otros lápices de colores, también pintó la camisa del lápiz con los mismos tonos que el original. Hizo así un cuadro precioso del lápiz. Lo enmarcó y ese fue el legado que dejó para el futuro. Para que él pudiera dárselo a su hijo, y éste al suyo, y así para siempre, generación tras generación. 

El lápiz se fue consumiendo, pero fue útil y feliz.


(La primera vez que publiqué este cuento era la bibliotecaria del Colegio Juan de Valdés y se lo dediqué a los alumnos un día del libro.  Si queréis ver la publicación  podéis pinchar en EL LÁPIZ FELIZ)

NOTA:

Recuerda que siempre hay que citar la fuente de información. Para citar este post, puedes hacerlo de la siguiente manera, por el método Harvard:

Apellido, Inicial del nombre (Año de publicación): "Título de la entrada del post del blog". Título del blog en cursiva, día y mes del post. Disponible en: URL del recurso [Consulta: día-mes-año].

martes, 20 de diciembre de 2022

LA PAJARERA (Una historia real)

 PILAR DEL CAMPO PUERTA

Con esta historia también quiero desear a todos FELICES FIESTAS. Espero que os guste. Dice así…

Hoy hemos estado en La Pajarera. El maravilloso mundo que encierra merece la pena ser visitado al menos una vez, y hoy he tenido la gran suerte de conocerlo.

Llevaba a mi hijo Héctor de la mano y al entrar allí el niño se me aferró con más fuerza mientras sus grandes ojos se afanaban por no perder ni un detalle de lo que allí se veía. 

Una señorita con agradable sonrisa y melodiosa voz me lo arrebató mientras: “Mamá no te vayas” - decía Héctor al tiempo que sus ojos brillaban tras una pequeñísima cortina de lágrimas.

Por unos momentos quedé de pie, inmóvil, mientras mi pequeño se alejaba, superado el primer titubeo, tranquilizado por la amable señorita que se deshacía en carantoñas con el niño.

Quedé en una amplísima habitación acondicionada de mil formas diferentes: para gimnasio, para sala de reuniones; también como lugar para la celebración de fiestas a juzgar por las guirnaldas, los farolillos y banderines que pendientes de unas cuerdecillas decoraban el techo de la estancia; a la vez también era sala de espera, con una hilera de sillas verdes unidas entre sí, donde otros padres y madres esperaban a sus pequeños pacientemente. Unos leían libros o periódicos, otros miraban las musarañas, y todos resignados porque los tiempos de espera no se podían calcular con precisión, pues todo dependía de lo que ocurriera tras las puertas que habían cruzado nuestros hijos; pero eso sí, todos estábamos pendiente del reloj. En definitiva, que debíamos pasar las dos, tres, o cuatro horas como se pudiera. Yo me asomé una de las veces a mirar por los cristales de una ventana cerrada y me topé con un patio algo sombrío donde se amontonaban grandes bombonas de oxígeno y cubos de basura.

Las paredes de la estancia estaban apropiadamente decoradas. Había un gran mural donde se exhibía, a modo de mosaico, un alegre trenecito cargado de carbón que,  perezoso, subía una cuesta mientras desprendía un humo grisáceo. Carteles con frases bonitas y alentadoras. Cuartillas con dibujos de todo tipo firmados por Marta de 6 años, Belén de 8 años, Rubén de 7 años, Ignacio de 10 años… También había poesías, cuentos, máximas, juegos. Así la larga espera también la entretuve admirando todo lo que el mosaico ofrecía,  pero con una pregunta: ¿Qué les sucede a cada uno de estos críos?

Mi hijo continuaba en manos de la encantadora señorita.

De repente, como las alegres florecillas que brotan espontáneas por los campos en primavera, y el trinar de los pájaros amenizan nuestros paseos por los verdes prados, así, con voz cantarina y risueña, un desfile de infantes ataviados con pijamas azules, cruzaron la amplia sala, entre risas y bromas. Todos iban a recibir sus lecciones diarias a La Pajarera, a conocer el mundo por medio de los libros, a soñar con el futuro. ¿Cuál era el suyo? - me pregunté.

Opinaban sobre la decoración del aula, entonaban canciones, escribían poesías, firmaban dibujos y exponían orgullosos sus trabajos. Al mismo tiempo, con su inocencia, entre el ir y venir, exhibían también sus dolencias.

Rubén pertenecía al área de quemados. Ignoro la causa, pero la consecuencia era visible: cara y torso con una gran cicatriz y aspecto francamente desgarrador. Pero su corazón feliz y sus ágiles manos habían dibujado frondosos árboles a la ribera del cristalino río, con un esplendoroso cielo limpio de nubarrones. Había pintado un nuevo amanecer.

Fueron en busca de Marta al aula. Salía enfurecida pues el pegamento dado a la flor que expondría en el mural de corcho se secaría y tendría que empezar de nuevo. Su preocupación por el pegamento y la flor la hacían olvidar el siguiente fastidio del que dependía su vida: la diálisis.

Las cabecitas rapadas, los esparadrapos en la nuca, las escayolas en las extremidades, las cicatrices en la tripa o  en el tórax, los ojos parcheados… Todos ellos signos evidentes de sus tragedias pero que no lograban apagar sus corazones alegres y un sinfín de ocurrencias divertidas en los bolsillos.

 Un hombre que estaba sentado frente a mí, y que había llegado casi al mismo tiempo, pero que no había cruzado ninguna palabra, cada uno inmerso en nuestras preocupaciones, al oír el sonido de la puerta por donde se habían llevado a su hija, dio un respingo y se levantó rápido. “Qué bien que hayas acabado, cariño”, dijo y se inclinó para dar un beso a la niña.  Desde su silla de ruedas, una mujercita de 13 años, llamada Leticia, con unos hermosos ojos azules y melena castaña recogida con un lazo rojo, a la vez que sus piernas y brazos estaban medio paralizados y la obligaban a permanecer atada para siempre la a silla de ruedas;  no podía pronunciar palabra,  pero su mirada transmitía gran alegría por ver a su padre, un ser comprensivo que contestaba con abrazos.

Mi hijo Héctor continuaba con la encantadora señorita que me lo arrebató.

Conocí a Carlitos. Un simpático muchachito travieso y hablador, de minúsculas manos y pies pequeños. Su cara redondita semejaba un girasol apenas sin granar, y sus mechones amarillos los pétalos de esa flor.  Saltaba sin piedad por las sillas pese a que era regañado por monitores y maestros,  salía del aula para interrogar a los adultos que estábamos en la sala de espera,  y en su cotilleo vino a sentarse junto a mí.  Tuvimos una amena y divertida conversación pues las ocurrencias del diminuto personaje (le calculé unos 3 años escasos)  y por su lengüecilla de trapo no era para menos,  es más, en mi ignorancia, cariñosamente le llamé chiquitín. Mi torpeza fue corregida de inmediato cuando me aclararon que Carlitos contaba con 11 años de vida,  aunque su cuerpo y su mente se habían detenido, efectivamente, en los 3, y no serían muchos más los que le quedaban por vivir.

Tras unos momentos de reflexión, recordé la tozudez de mi hijo (él sí que tenía 3 años) y cómo hacía que perdiera la paciencia: “ahora no como, ahora no duermo, ahora no obedezco…” Todos mis intentos por comprender lo que el dichoso niño quería era muy difícil. Ya podía demostrar paciencia o hablarle con tranquilidad, que él siempre tenía que quedar por encima y hacer su santa voluntad. Un caprichoso y sobre todo mal comedor y de peor dormir. Estábamos ambos agotados.  Pero al ver a aquellas criaturas empecé a pensar en las otras dolencias que había tenido mi hijo: fiebres altas, neumonía, vómitos, rotura de dientes por una caída, operación de fimosis… Y en estos devaneos estaba cuando Héctor apareció con la señorita que muy amablemente se lo llevó para hacer un reconocimiento de su cuerpecillo y su carácter.

-       Señora,  tiene usted un hijo excesivamente normal -me dijo.

 Tomé al niño entre mis brazos y bendiciendo las palabras alentadoras lo besé. Él también me abrazó. En aquella separación, que me había parecido eterna, y con nuestros abrazos, reconocí el sentimiento de tantas madres que tienen que separarse de sus hijos a causa de terribles enfermedades y en contra de su voluntad. Por un momento me puse en todas esas pieles anónimas que sufren en silencio.

Hoy he tenido la maravillosa suerte de visitar La Pajarera,  la escuela de un gran centro hospitalario donde numerosos niños abren sus manos al futuro y abrazan la vida con una sonrisa, la que a muchos les falta teniendo de todo sin saber apreciarlo; sobre todo la salud.



Lo que cuento aquí ocurrió hace muchos años. Es fruto de una experiencia personal compartida con uno de mis hijos y quise escribirla para el recuerdo. Ahora es el momento de compartirla con todos vosotros.

Si quieres conocer lo que es La Pajarera en realidad, puedes pinchar aquí y enterarte cómo funciona el espacio lúdico para pacientes pediátricos, en este caso perteneciente al Hospital Universitario La Paz, pero hay un centro similar en todos los hospitales, con la intención de mejorar la calidad de vida de los más pequeños.


NOTA:

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