martes, 19 de marzo de 2024

EL CUADERNO DE MATEMÁTICAS (Cuento)

PILAR DEL CAMPO PUERTA


Esta es la historia de….  En realidad, son dos historias: la de un niño y un cuaderno.

El niño se llama Mateo y el cuaderno es el de Mates.

Cuando a Mateo le compraron los libros y cuadernos para el colegio su padre le aconsejó que el cuaderno más grande y gordo lo utilizara para Matemáticas. Mateo le hizo caso y con mucho esmero e interés puso en la portada CUADERNO DE MATES.

Una vez presentados los protagonistas, comencemos por contar sus historias separadas.

Mateo va al colegio y le gustan todas las asignaturas. No se porta demasiado mal y tiene bastantes amigos.

A Mateo le gusta mucho jugar al fútbol, porque desde muy pequeño cuando sus papás le llevaban al parque, su padre le enseñó los primeros pasos con el balón y las reglas del fútbol; por eso, ahora es uno de los mejores jugadores en el equipo.

También le gusta patinar, porque desde muy pequeño, cuando sus papás le llevaban al Palacio de Hielo, su padre le enseñó a dar los primeros pasos sobre los patines, hacer piruetas y frenar para no caerse. Lo mismo con la bicicleta o con la natación. Siempre papá estaba ahí para enseñarle cosas.

Su padre le ha enseñado a hacer maquetas de barcos, de aviones; también le ha transmitido su afición por los crucigramas; los jeroglíficos, por los puzles y por libros.

Al padre de Mateo le gusta mucho leer y por eso, algunas tardes, sobre todo en invierno, Mateo y su padre, cada uno con un libro pueden pasarse varias horas entretenidos.

Aunque es verdad que, a muchas actividades, sobre todo a los juegos de mesa, también se unen Sara y Laura, sus hermanas pequeñas. Y mamá es la que mejor se lo pasa viendo a toda la familia haciendo actividades.

Pero Mateo tiene una pasión secreta, que no ha confesado a nadie: escribir. Mateo quiere ser escritor desde que un día su padre le explicara quiénes inventaban las historias.

- axd Son los escritores –le dijo-. Gracias a ellos los demás podemos divertirnos leyendo.

Desde ese día, Mateo decidió que quería ser inventor y escritor de historias. Porque la cabeza de Mateo parece una batidora, una lavadora o un ventilador. Siempre dando vueltas a las cosas e inventando historias de todo lo que ve o de cada momento que vive.

Por ejemplo, si veía un perro inventaba: “Había una vez un perro que decidió aprender inglés porque oyó que su dueño se iba a vivir a Irlanda y creía que le iba a dejar en una perrera. ¿Cómo se dirá GUAU en inglés? Se preguntaba el perro… y etc, etc, etc.”

Si eran unos pájaros sobre la rama de un árbol inventaba: “En el cielo de la ciudad se han visto unas rara aves que han venido para salvar el Planeta porque, según han dicho en las noticias, en pocas horas puede ocurrir algo inesperado, y etc, etc, etc.”

Si pasaba una tarde en casa de sus abuelos, inventaba: “Esto eran unos señores ancianos que están secuestrado en un castillo encantado, hasta que llegó un superhéroe para rescatarlos, y etc, etc, etc.”

Si sus hermanas se peleaban por los juguetes, inventaba “Había dos gigantes luchando para ver quién era más fuerte y tenía más poder para hacer desaparecer la Tierra, hasta que llegó un ser de Marte para separar a los gigantes, y etc, etc, etc.”

Pero también Mateo se enfadaba con él mismo, porque igual de rápido que inventaba historias fantásticas, así de deprisa se le olvidaban. O si, por casualidad, estaba inventando y se quedaba dormido, cuando despertaba ya todo se había esfumado. 

- ¡Qué rabia! ¡Con lo bien que me ha salido y lo emocionante que era la historia, ya no me acuerdo de nada! –dice siempre.

Por otra parte, el cuaderno de Mates es un cuaderno triste, porque siempre que lo saca Mateo de la mochila oye: “Vaya rollo”. El pobre cuaderno se avergüenza de ser tan grande y gordo porque piensa que su dueño no le quiere.

Cuando está en la mochila junto a otros cuadernos, al estuche, la peonza, los cromos, la merienda y todas esas cosas que lleva Mateo en la mochila, se da cuenta que él es el que más abulta y pesa.

Le duele mucho oír a Mateo cuando dice:

- La mochila pesa un montón, sobre todo por culpa del cuaderno de Mates.

O también:

- ¡Jo!, con del cuaderno de Mates la mochila se me queda pequeña.

Y lo peor de todo:

- No sé por qué el cuaderno de Mates es tan grande. Voy a tener que tirar la más de la mitad.

Por todo eso el cuaderno de Mates es un cuaderno triste.

Él sabe que no es feo, porque es verde. Que sus hojas son pautadas para facilitar las anotaciones. Que su espiral es muy resistente y no es fácil que se rompa. Que sirve para que Mateo haga sus ejercicios de Matemáticas, sumas, restas, multiplicaciones, divisiones y algún que otro dibujo. Porque cuando han terminado la tarea, la profe de Mates, para que se relajen, les deja añadir un dibujo.

Con todo eso, el cuaderno de Mates es un cuaderno triste. Sobre todo, cuando piensa que le van a tirar sin ser aprovechado del todo.

Pero día, de repente, sucedió algo inesperado. La profe Mates tuvo que ausentarse del colegio y dejó a otra profesora al cuidado de la clase.

- ¿Y ahora qué hacemos? –dijeron los niños.

- Sobre todo, portarse bien y estar en silencio –dijo la nueva profesora- y podéis ir adelantando los deberes.

Mateo, miró en la mochila y sacó el cuaderno de Mates sin ninguna gana de ponerse a hacer cuentas. Además, la mente se le iba sola y lo único que le apetecía era inventar.

Inventar que … “Aquella profesora nueva era un robot con apariencia de mujer que se había colado en el colegio para robar las claves secretas de los ordenadores de los profesores y así poder conocer los exámenes que pondrían a los niños. Después cambiaría esos exámenes por otros más difíciles para que todos los alumnos suspendieran. Los profesores se volverían locos con los malos resultados. Cuando los niños llevaran las notas a sus papás, éstos se enfadarían mucho y les castigarían sin regalos ni fiestas de cumpleaños, sin consolas, sin televisión, sin bicis, ni patines, ni futbol… todo sería un caos por todo por culpa de un robot que se hizo pasar por una profesora, y etc, etc, etc ...”

De repente, Mateo se dio cuenta de una cosa muy importante: había escrito la historia para que no se le olvidara. Pero, y esto era lo mejor de todo, la había escrito en el cuaderno de Mates.

Como sí él mismo fuera un robot, sin darse cuenta y de forma mecánica, había dado la vuelta al cuaderno y en la portada había puesto CUADERNO DE MATEO. Después escribió la historia.

La idea le gustó mucho a Mateo por dos razones. La primera, porque empezaba a sentirse escritor y así, al poner sus ideas sobre el papel nunca más se le olvidarían las preciosas e interesantes historias que inventaba.

La segunda, porque el cuaderno de Mates ya tendría una utilidad más. Y como era muy grande y gordo había espacio suficiente para que en él hubiera números y letras. Es decir, cuentas e historias.

Desde ese día, cuando a Mateo le venían ideas a la cabeza, sacaba el cuaderno de Mates y escribía, por ejemplo: “Había una vez un batallón de hormigas que se colaron por la rendija de una ventana y entraron a una casa con intención de llevarse todos los juguetes de los niños, y etc, etc, etc…”

 

Por su parte, el cuaderno de Mates dejó de ser un cuaderno triste porque pasó a ser el cuaderno preferido de Mateo. Siempre iba en la mochila. Ya nunca más oyó decir al niño que era un cuaderno gordo y pesado.

No le importaba ir apretujado en la mochila con todas las cosas que llevaba Mateo porque, desde que entre sus páginas guardaba todas las historias inventadas del joven escritor, sabía que ya era más importante que la peonza, los cromos o la merienda. Y eso que a Mateo le gustaban mucho las meriendas que le preparaba mamá.

 

Cuando papá se enteró de la nueva utilidad del cuaderno de Mates le dijo a Mateo:

- Me alegro mucho de haberte aconsejado que el cuaderno más grande y gordo lo utilizaras para Matemáticas.

- Muchas gracias, papá –dijo Mateo- Y dándole un fuerte abrazo añadió: ¡Tú sí que sabes!

Al acabar el curso, aquel volumen grande, gordo, verde y con espiral negra se había convertido en un cuaderno-puzzle-jeroglífico-crucigrama. O por decirlo de manera más simple, en un caos de números por una parte y letras por otra, porque de tanto escribir en él por delante y por detrás llegó un momento en que todo quedó un poco mezclado. Eso puso muy contento al cuaderno porque comprendió que el niño jamás se desprendería de él y siempre sería conservado como el CUADERNO DE MATES-MATEO.


(Este cuento fue premiado en 2014 en el concurso "La Biblioteca de Babel" de la Facultad de Ciencias de la Documentación (UCM), diez años después es mi regalo a todos los padres. Feliz día del padre 2024)


NOTA:

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lunes, 23 de enero de 2023

EL LÁPIZ FELIZ (Cuento)

 PILAR DEL CAMPO PUERTA

Érase una vez un carpintero llamado Juan que hizo un lápiz.

Era un lápiz muy bonito, con una camisa de colorines y una punta muy larga.

Tan bonito era el lápiz que al carpintero le daba mucha pena usarlo y por eso nunca lo estrenó. Siempre lo tenía en su bote con otros lápices. Tan bonito era que sobresalía entre los demás,  porque mientras los otros lápices se consumían por el uso, él seguía siendo igual de largo y con la misma punta.

El carpintero se fue haciendo  mayor, casi un anciano, y le dijo a su hijo:

 - Luis, hijo mío, te regalo este lápiz que un día hice. Mira lo grande y bonito que es. Si quieres que esté siempre igual, procura no usarlo. Sólo así lo tendrás siempre contigo y algún día se lo podrás regalar a tu hijo, como hago yo ahora.

Luis tomó el lápiz muy ilusionado y después de ver lo grande y bonito que era, lo depositó en su bote junto con otros lápices más gastados.

En casa de Luis el lápiz siguió por muchos años metido en el bote junto a otros lápices que iban y venían por el uso y el desgaste. El gran lápiz de colores que hizo el carpintero Juan contrastaba mucho con los otros, pero, a pesar de ser muy bonito y tener muchos colores, era un lápiz triste porque no tenía ninguna ocupación.

No le usaban para escribir, ni para dibujar como hacían con los otros lápices. Y aunque su punta estaba siempre igual de intacta, sentía envidia cuando los demás lápices del bote hablaban de las cosquillas que les hacía el sacapuntas. O la agradable sensación que produce la mano de un niño cuando lo toma para dibujar. También cuando sirve de ayuda para que los niños aprendan a escribir las primeras letras, hagan las primeas cuentas, o unos dibujos para regalar a papá, mamá, los abuelos o los amigos.

El lápiz se empezó a poner cada día más triste. Ya le daba igual ser el más bonito del bote, el más grande, el más largo, el que tenía la punta intacta. Era un lápiz sin utilidad ninguna y eso a él no le gustaba nada.

Pasó el tiempo y Juan entregó el lápiz a su hijo como antes había hecho su padre con él.

-  Sergio, hijo mío, te doy este lápiz que un día hizo el abuelo Juan. Consérvalo para que otro día se lo puedas dar a tu hijo.

- Vale -dijo Sergio.

- Mira, es muy bonito. Es el que sobresale de entre todos los demás que hay en el bote. No le usado nunca y por eso nunca he tenido necesidad de sacarle punta.

Pero Sergio que era un chico muy espabilado respondió:

- ¿Y para qué quiero un lápiz que no puedo usar?

La verdad es que a Sergio no le importó demasiado, pues para casi todo usaba el ordenador. Y en caso de tener que escribir a mano, tenía un “instrumento” que servía para todo. Por un extremo era bolígrafo y por el otro rotulador. En el capuchón del “boli”  había incorporada una goma de borrar tinta,  y en el capuchón del “rotu”, otro más grueso de color amarillo fuerte para subrayar. Cuatro funciones a la vez.

Sergio, como le había dicho su padre, tomó el lápiz y lo metió en su bote. Pero daba la casualidad de que en el bote que tenía Sergio en su escritorio no había lápices, sino unas tijeras, un marcapáginas, unos caramelos de regaliz, varios clips, un puñado de grapas y las llaves del candado de la bici.

Por un tiempo el lápiz estuvo de lo más aburrido, porque en el lenguaje de los objetos del bote de Sergio sólo se oía la protesta de las tijeras las que, según ellas, Sergio utilizaba sin ningún cuidado; además las ponía de tal manera que se sentían dañadas cada vez que el candado de la bici les caía encima.

Las grapas no iban a ser menos. Se quejaban de que nadie se acordaba que llevaban ahí durante décadas y que ya no servían porque las nuevas grapadoras ya no usaban ese tamaño de grapas. Ente los clips la pelea era constante, hasta el punto de que a veces se quedaban enganchados unos a otros formando una cadena.

Con todo eso el lápiz que un día hizo el abuelo Juan no era feliz en el bote de Sergio, y se le notaba mucho porque empezó a perder el brillo de los colores de su camisa. Pero pasó el tiempo y ocurrió algo inesperado.

Un día llegó Sergio del colegio y cuando fue a encender el ordenador para hacer unos deberes. ¡ZAS! Se fue la luz.

 -  Menos mal que todavía es pronto y entra luz natural por la ventana –se dijo mientras buscaba su “instrumento” maravilloso que servía para todo.

Buscó y buscó por la cartera, por los bolsillos del pantalón, del abrigo, en la mochila de gimnasia, en los cajones del escritorio. Y nada. No apareció. No le quedó  más remedio que reconocer que se le había olvidado en la cajonera del pupitre del cole. O, en el peor de los casos, lo había perdido.

 -  Bueno –se dijo de nuevo Sergio. Miró el lápiz que le dio su padre y pensó: “Pues no me queda más remedio que usarte”.

Así, sacó el lápiz del bote. Lo miró bien. Admiró lo bien hecho que estaba. Abrió el cuaderno y se puso a escribir con él.

Sin saber por qué, ese día Sergio acabó antes de hacer los deberes. Además, la buena mina del lápiz le ayudó a hacerlos de un tirón sin necesidad de sacar punta ni una sola vez.

Al día siguiente, pese a que el ordenador y la luz funcionaban perfectamente, cuando Sergio iba a dar a los interruptores, lo pensó mejor y corrió la cortina de la ventana, subió hasta arriba la persiana, sacó los libros y los cuadernos de la mochila, también el “instrumento” que servía para todo, y por supuesto, el lápiz.

Lo mismo que el día anterior, terminó muy rápido de hacer los deberes. Y como le sobró mucho tiempo decidió hacer unos dibujos; para ello qué mejor que usar el lápiz.

Sergio se pasó el resto de la tarde dibujando. Así todas las tardes que terminaba antes de hacer los deberes. El lápiz se convirtió en un elemento indispensable para Sergio.

Casas, caras, coches, árboles, animales, flores, cuadros abstractos; dibujados a lápiz, incluso con sombras en tonos grises hechas con el mismo lápiz. Tanto usaba Sergio el lápiz que en varias ocasiones necesitó sacarle punta. Sergio estaba muy feliz con su lápiz.

Por su parte, el lápiz se convirtió también en un lápiz feliz porque había dejado de ser un objeto que no se usaba para nada, a dar vida a los dibujos. A poner sonrisas en las caras, a poner chimeneas en las casas, manchas negras en la piel de los perros dálmatas, pájaros en las copas de árboles, gotas de lluvia en las nubes para regar los campos, barquitos en el mar. Y todo lo que a Sergio se le ocurriera dibujar.

Por supuesto que el lápiz se fue desgastando, pero era un lápiz feliz. Y así fue por mucho tiempo, pues era un lápiz tan grande y especial que a Sergio, aun usándolo casi a diario, le duró lo suficiente para que…

Sergio entonces tuvo una idea. Sobre una cartulina blanca, con el propio lápiz, hizo un retrato del lápiz que hizo su abuelo Juan y que le dio su padre, Luis. Ayudado en esta ocasión con otros lápices de colores, también pintó la camisa del lápiz con los mismos tonos que el original. Hizo así un cuadro precioso del lápiz. Lo enmarcó y ese fue el legado que dejó para el futuro. Para que él pudiera dárselo a su hijo, y éste al suyo, y así para siempre, generación tras generación. 

El lápiz se fue consumiendo, pero fue útil y feliz.


(La primera vez que publiqué este cuento era la bibliotecaria del Colegio Juan de Valdés y se lo dediqué a los alumnos un día del libro.  Si queréis ver la publicación  podéis pinchar en EL LÁPIZ FELIZ)

NOTA:

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